El Mago, por Isabelle Eberhardt

(traducción del francés “Le Magicien”)

 

Si Abd-es-Sélèm vivía en una decrépita casa de piedra, groseramente encalada, sobre cuyo techo descansaba el tronco curvo de una vieja higuera de hojas grandes y gruesas.

Un par de las habitaciones del refugio estaban en ruinas. Las dos restantes, ligeramente más altas, guardaban la orgullosa pobreza y las extrañas meditaciones de Si Abd-es-Sélèm, el Marroquí.

En una había varios cofres con libros y manuscritos del Magreb y del Oriente.

En la otra, sobre un tapete blanco, habían extendido una alfombra marroquí con algunos cojines. Una pequeña mesa baja de madera clara, una estufa de terracota con brasas espolvoreadas con benjuí, unas cuantas tazas de café y otros humildes utensilios de una casa pobre, y más libros, componían todo el mobiliario.

En el ruinoso patio, alrededor de la gran higuera que cobijaba el pozo y el desparejo pavimento, había unas pocas plantas de jazmín, único ornato de esta peculiar vivienda.

En el entorno del prestigioso decorado, verdes colinas y valles engarzaban, como una joya, la blanca Annaba. Alrededor de la casa de Si Abd-es-Sélèm, los tonos pálidos de las qubbas azuladas y las tumbas blancas del cementerio de Sid-el-Ouchouech se destacaban contra el vert sombre de las higueras.

… El sol se había puesto detrás del atrabiliario Idou’, y el purpúreo incendio del ocaso de verano se había apagado sobre la lánguida campaña.

Si Abd-es-Sélém se levantó.

Era un hombre de unos treinta años, alto, esbelto, la blancura de la holgada vestimenta se desvanecía bajo el negro albornoz.

Un velo blanco enmarcaba su bronceado rostro, demacrado por las vigilias, con todo, los rasgos y expresión eran de una gran belleza. La mirada en sus largos ojos negros lucía seria y triste.

Salió al patio para las abluciones y la oración del Magreb.

“La noche será serena y hermosa, e iré a reflexionar bajo los eucaliptos de Wadi Dheheb”, pensó.

Cuando hubo terminado el rezo y el dhikr del bienaventurado jeque Sidi Abd-el-Kader Djilani de Bagdad, Si Abd-es-Sélèm salió de la casa. Allá en el horizonte, apenas enturbiado por ligeros vapores gris lino, la luna llena se elevaba sobre el mar abierto en calma.

Los perros feroces de las viviendas beduinas cercanas al cementerio gruñieron, algo sordamente al principio, para después correr, aullando hacia la carretera de Sidi-Brahim.

Fue entonces que Si Abd-es-Sélèm escuchó la llamada asustada de una voz de mujer. Sorprendido, el solitario atravesó el prado sin prisa y al llegar al camino vió a una temblorosa judía, ricamente vestida, apoyada en el tronco de un árbol.

-¿Qué haces aquí por la noche?-, dijo.

-Busco al sahâr (hechicero) Si Abd-es-Sélèm el Marroquí. Tengo miedo de los perros y de las tumbas… Protégeme.

-Así que soy yo a quien estás buscando… a esta hora tardía, y sola. Ven. Los perros me conocen y los espíritus no se acercan al que anda por el camino de Dios.

La judía lo siguió en silencio.

Abd-es-Sélèm escuchó el castañeteo de sus dientes y se preguntó cómo habría podido llegar hasta allí esta tímida criatura vestida con adornos, sola, y después del anochecer.

Entraron en el patio y Si Abd-es-Sélèm encendió una vieja y pequeña lámpara beduina, que humeó enseguida.

Luego se detuvo a mirar a su esbelta visitante. Bajo su vestido de brocado azul claro y su bonito peinado moro, la judía era de una belleza inquietante y misteriosa. Y muy joven.

-¿Qué quieres ?

-Me dijeron que sabes predecir el futuro… Estoy triste y vine…

-¿Por qué no viniste de día, como los demás?

-¿Que te importa? Escúchame y dime cuál será mi destino.

-¡El fuego del infierno, como el de tu raza infiel!- Si Abd-es-Sélém lo dijo sin asperezas, casi sonriendo.

La encantadora aparición venía a romper la monotonía de su existencia y sacudir un poco el pesado hastío que padecía en silencio.

-Siéntate-, dijo, llevándola a su habitación.

Entonces la judía habló.

-Amo a un hombre que fue cruel conmigo y me abandonó- dijo-. Me quedé sola y sufro. Dime si volverá.

-¿Es un judío?

-No…, un musulmán.

-Dame su nombre y el de su madre y déjame hacer el cálculo que me enseñaron los sabios del Magreb, mi país.

-El Moustansar, hijo de Fátima.

Si Abd-es-Sélèm trazó números y letras en una pizarra, luego, con una sonrisa, dijo:

-Judía, este musulmán que se dejó prendar por tu encanto engañoso y que tuvo el loable valor de huir de ti, volverá.

La judía soltó una exclamación de alegría.

-Oh- dijo ella-, te recompensaré generosamente.

-Todas las riquezas mal habidas de tu raza no saldarían dignamente el inestimable y amargo tesoro que te he dado: el conocimiento del porvenir…

-Ahora, Sidi, tengo algo más que pedirle a tu ciencia. Soy Rahil, hija de Ben-Ami- dijo. Y tomó la caña que servía de pluma al taleb [1] y la apretó contra su corazón mientras sus labios susurraban palabras rápidas y confusas.

-Sería mejor no tratar de saber más a fondo lo que te espera.

-¿Por qué? ¡Ay, responde, responde!

-Es así.

Si Abd-es-Sélèm volvió a su misterioso grimorio. Repentinamente un asombro violento apareció en sus facciones y miró atentamente a la judía. Si Abd-es-Sélèm era poeta y se regocijaba del extraño azar que ponía en contacto su existencia con la de esta judía que, según sus cálculos, sería atormentada de modo singular y acabaría trágicamente.

-Escucha –dijo-, y solo échate la culpa por tu curiosidad. Has causado la desgracia de quien amas. El lo ignora, tal vez huyó instintivamente. Pero volverá y sabrá… ¡Oh Rahil, Rahil!, ¿es eso suficiente o tengo que decírtelo todo?

Temblando, lívida, la judía asintió afirmativamente.

-Aún tendrán con el que ha de venir una hora de gozo y esperanza. Entonces perecerás por sangre.

Estas palabras cayeron en el gran silencio de la noche, sin eco.

Desolada, la judía escondió su rostro entre los cojines.

-¡Por lo que es verdad! Justo ahora, en el Magreb, interrogué a la vieja Tyrsa, la gitana de la Puerta de los Jueves… y no le creí… La insulté… Y tú, tú me repites más horriblemente otra vez su sentencia. ¿Morir? ¿Por qué? Soy joven…, quiero vivir.

-Esa… ¡Es tu culpa! Fuiste la mariposa efímera cuyas alas relucen con los colores más brillantes y que revolotea sobre las flores, ignorante de su hora… Quisiste saber y aquí estás, como la garza melancólica que sueña con los pantanos ardientes…

Desplomada en la alfombra, la judía sollozaba.

Si Abd-es-Sélèm la miró y reflexionó con la profunda curiosidad de su mente escrutadora, afilada en la soledad. No había piedad en sus ojos. ¿Por qué compadecerse de esta Rahil? ¿No estaba escrito todo lo que le iba a pasar, inevitablemente? ¿Y no probaba ella la vulgaridad y ignorancia de su mente al lamentar lo que el Destino le había dado en suerte, un destino menos banal que el de los demás…, con más pasión, más vicisitudes en menos años? ¿salvándola así del cansancio y el aburrimiento?

-Rahil- dijo, -¡Rahil! Escucha… Yo soy el que hiere y cura, el que despierta y adormece… Escucha, Rahil.

Ella levantó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.

-Deja de llorar y atiéndeme. Es tiempo de oración.

Si Abd-es-Sélèm recogió un libro encuadernado en seda bordada con oro que estaba en un hueco elevado, y después de besarlo piadosamente, lo llevó a otra habitación. Luego, en el patio, rezó el âcha [2].

Sola, Rahil se había incorporado hasta quedar en cuclillas, enfundada en sombríos pensamientos… Lamentó amargamente haber querido tentar al destino y saber lo que le iba a pasar…

Si Abd-es-Sélèm volvió con una sonrisa.

-Bueno- dijo-, ¿no sabías que tarde o temprano ibas a morir?

-Esperaba vivir, volver a ser feliz y morir en paz…

Si Abd-es-Sélém se encogió de hombros con desdén.

Raquel se levantó.

-¿Qué quieres en pago?- la voz de la judía se había vuelto áspera.

Él permaneció en silencio, observándola. Luego, después de un momento, respondió:

-¿Me darás lo que te pida?

-Sí, si eso no es demasiado.

-En pago tomaré lo que quiera.

La sujetó por las muñecas.

Ella se sacudió, arrogante.

-¡Déjame ir! no soy para ti!. Suéltame.

-Eres como una granada madura caída del árbol: para el que la recoge; le bien trouvé est le bien de Dieu.

-No, déjame ir…- luchó tratando de liberarse, de arañarlo.

Irresistiblemente, la inclinó hacia la alfombra.

La belleza de Rakhil encantó las horas de una corta noche de verano del melancólico mago…

Y por la mañana, cuando ella sintió el dolor de estar enamorada, y él, soñador e indiferente, le dijo que podía irse, se dejó caer y besó sus pies, implorante:

-¡Déjame volver a verte! Contigo podré olvidar al Moustansar el soldado, y así tal vez pueda escapar de lo que dices me está reservado!

Si Abd-es-Sélém negó con la cabeza.

-No. No vuelvas. El júbilo de aquella hora encantadora no reaparecería… No, no vuelvas… Ve a tu destino, yo iré al mío.

Rojo y ardiente, bañado en oro púrpura, el sol se levantaba sobre un mar de liláceo, nacarado, donde ligeras serpientes de plata corrían, veloces, fugitivas.

Por el límpido y tranquilo Wadi Dheheb, bajo los eucaliptos azulados, Si Abd-es-Sélèm avanzaba lento, soñador.

A menudo, después de la primera oración del día, a Si Abd-es-Sélèm le gustaba sacar a pasear su imaginación, comulgar en la sonrisa de las cosas…

De repente, en la playa desierta, entre la hierba alta y verdosa, las conchas blancas y los guijarros negros, Si Abd-es-Sélèm vió el cuerpo de una mujer tumbada boca arriba, con un vestido de brocado rosa y envuelta en un gran chal de cachemira.

Se acercó y se inclinó, levantando el chal.

Reconoció a la judía joven y hermosa, con los ojos cerrados, los labios contraídos en una dolorosa sonrisa.

Dos golpes de bayoneta habían atravesado su cuerpo y la sangre inundaba su pecho.

Si Abd-es-Sélém se irguió. Miró un momento el cadáver y en sus pensamientos, enumeró los recuerdos de la noche de amor que, tres años antes, le había arrebatado a la bella Rahil. Luego reanudó su camino, con el mismo paso tranquilo, en el esplendor creciente del día.

 

[1] Hombre sabio

[2] Oración de la tarde

 

Relato incluido en “Pages d’Islam” (enlace externo al original en francés, Project Gutenberg). Eugène Fasquelle, éditeur. Paris, 1920

 

 

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