Más allá del folklore: la identidad del judío sefardí, por A.B. Yehoshua

No se me ocurre mejor recordatorio que este artículo publicado en Quaderns de la Mediterrània en 2010 (original en inglés).

Los judíos sefardíes, tras su expulsión de la Península Ibérica, fueron condenados al exilio y desarrollaron una nostalgia colectiva por un Otro ausente que perduraría durante generaciones y daría paso a una gran tolerancia a la diferencia. Hoy, varios siglos después de aquel éxodo, al examinar la identidad del judío sefardí podemos hacernos las siguientes preguntas: ¿qué es la judeidad sefardí? ¿Es una cuestión de origen y raíces? ¿Es una identidad histórica, o también política y cultural, que una persona puede adoptar como suya propia? ¿Cómo encaja la identidad sefardí en la matriz más amplia de la identidad Mediterránea en una era de globalización?   

Mi padre nació en 1905, en Jerusalén. Al igual que su padre y abuelo y bisabuelo, lo que lo convirtió en un nativo de cuarta generación de la Tierra de Israel. Sus antepasados habían llegado a Israel desde la ciudad de Salónica, a principios del siglo XIX. Entonces Salónica estaba bajo el dominio otomano, aunque la mayoría de sus residentes eran cristianos griegos. A pesar de que mi padre no tenía ninguna conexión palpable con España -que en hebreo llamamos Sefarad-, se definía a sí mismo como judío sefardí. Durante el último tercio de su vida exploró esta identidad escribiendo doce libros sobre la comunidad judía sefardí de Jerusalén.

Su identidad como judío sefardí no era una mera diferenciación con los judíos asquenazíes, sino que también estaba vinculada a la propia España, a la que consideraba la fuente original de esa identidad. Dentro de su familia extendida, hablaba el idioma judeoespañol llamado ladino, lo que le dió la sensación de portar genes vivos del verdadero idioma español. Todo lo que sucedía en España le interesaba. Durante la Guerra Civil, se reuniría con el cónsul republicano español en Jerusalén para compadecerse con él por la derrota de la democracia en España. A veces, para divertir a sus hijos y nietos, mi padre bailaba unos pasos de flamenco, agitando un pañuelo. Y cuando cumplió sesenta años, venció su natural reticencia a viajar, y dejó su tierra natal por primera vez para ir a España, una visita que disfrutó inmensamente.

Cito a mi padre como solo un ejemplo de la identidad española virtual adoptada por muchos judíos, incluidos aquellos cuyas familias vivieron durante siglos en tierras islámicas (África del Norte, Medio Oriente y el Imperio Otomano), así como aquellos que vivieron en países cristianos como Italia, Holanda, Inglaterra, Alemania y Bulgaria.

Y la pregunta es ésta: ¿cómo se puede conservar la memoria de España como si fuera un amoroso recuerdo de Jerusalén? ¿Cómo es posible que los judíos, cuyos antepasados fueron cruelmente desterrados de España a finales de la Edad Media y vivieron exiliados en países musulmanes o cristianos, se hayan empeñado en conservar una especie de identidad española durante más de cuatrocientos años? Es como si les hubieran dicho a los que los expulsaron: ustedes lograron expulsarnos físicamente de España, pero nunca lograrán expulsar a España de dentro nuestro.

Más asombroso aún: de los quizás 200.000 judíos expulsados ​​de España en 1492, la gran mayoría fue a Portugal. Solo un tercio más o menos se dispersó por la cuenca del Mediterráneo y más allá y, sin embargo, transfirieron su identidad sefardí a las comunidades judías que los absorbieron. Los judíos que a lo largo de su historia no tuvieron ningún contacto con España adoptaron la identidad de los refugiados que vinieron a vivir entre ellos, una situación completamente inversa a la habitual, en la que los refugiados adoptan la identidad de quienes los acogen. Por eso debemos preguntarnos, qué había de tan valioso e importante en esta identidad sefardí que no sólo aquellos que habían sido expulsados ​​de España se negaron a renunciar a ella y la transmitieron a sus descendientes durante muchas generaciones, sino que hasta los judíos totalmente alejados de España la deseaban con tanta fuerza, tanto que convirtieron su propia identidad judía local en una sefardí virtual.

Después de todo, uno pensaría que los judíos españoles se habrían despojado de su identificación con el país que les había obligado a optar entre dos dolorosas alternativas, la conversión o la expulsión. ¿Por qué se aferrarían al nombre de Sefarad como una piedra preciosa, cosida en el tejido de su identidad?

Esto nos lleva a otra seria cuestión, la que tiene que ver no sólo con los judíos sino con los musulmanes, a quienes en 1502, diez años después de la expulsión de los judíos, se les dió la misma opción: convertirse o salir de España. Los exiliados musulmanes nunca se llamarían árabes españoles, pero sí mantienen con pasión, siglos después de la Reconquista, el dulce recuerdo de Al-Andalus, acompañado de una fantasía cuasi política de volver a ese paraíso perdido, que les fue arrebatado injustamente.

Recientemente, leí el maravilloso libro de Antonio Muñoz Molina, Sefarad, que emplea el nombre hebreo de España como metáfora de la pérdida y el anhelo. En este libro me asombró descubrir otra imantación extraña en torno a la idea de Sefarad, que no se limita a los exiliados, judíos y musulmanes, sino que se extiende a los mismos cristianos españoles, como si ellos también, según Muñoz Molina, conservaran un gen de especie dentro de su identidad nacional española, un eco, cultural o existencial, de lo que dejaron los judíos y musulmanes expulsados ​​hace medio milenio.

¿Cómo podemos explicar este fenómeno? ¿Por qué un hombre como yo, un israelí completamente laico inmerso en la cultura occidental, cuya identidad principal es un israelí de quinta generación, un hombre sin conexión particular con el idioma o la cultura española, se define a sí mismo en el fondo como un judío sefardí? En mis muchas novelas, aparecen de vez en cuando, en papeles cruciales, personajes que pueden identificarse como judíos sefardíes. Estos incluyen las cinco generaciones de personajes centrales en mi novela El señor Mani, que se encuentran en cinco encrucijadas críticas en la historia de los últimos doscientos años, cada vez otro Mani que ofrece una opción histórica o política que, al final no tiene lugar. O una anciana abuela en Jerusalén llamada Veducha que se despierta del coma después de la guerra de Yom Kippur, en mi primera novela, El amante. Escribí una novela llamada Molkho, sobre otro judío sefardí en Jerusalén, que tras la muerte de su esposa, una inmigrante de Alemania, vive un año de extrañas aventuras mientras busca una nueva esposa. Y lo más obvio es mi novela de la Edad Media, Viaje al fin del milenio, que tiene lugar en el año 1000 y describe un debate en París entre judíos sefardíes y ashkenazíes sobre si la poligamia es compatible con la ley judía.

Intentaré descifrar los elementos de esta identidad, que llamamos sefardí, aunque quienes la portan hoy son judíos que viven en una amplia variedad de países, tanto como aquellos cuyas familias han vivido en Israel durante generaciones. Todos ellos son personas que nunca tuvieron una conexión genética o familiar con la propia España. Incluso los ingredientes folclóricos básicos de lo que consideramos identidad sefardí, por ejemplo, el idioma ladino, o ciertas comidas, o un estilo de música y canto, son confusos en la identidad de estas personas, si no están completamente ausentes.

En mi opinión, esta identidad sefardí contiene, abierta o encubiertamente, tres componentes: cristiano, musulmán y judío. Estos tres elementos se funden en el recuerdo de una maravillosa y poderosa simbiosis cultural, real o mítica, durante un Siglo de Oro español en los primeros siglos del segundo milenio. El diálogo a tres bandas durante ese período también produjo textos muy significativos e influyentes. Por tanto, aun después de que los cristianos tomaran el control absoluto de España y la convirtieran en un país estrictamente católico, quedó en la identidad española un recuerdo de esa fuerte simbiosis, que aún después de la expulsión de judíos y musulmanes siguió murmurando bajo la superficie en España cristiana. Quizás esto ayude a explicar la ferocidad con la que la Inquisición buscó purgar elementos heréticos o no cristianos de la identidad española.

Cuando los judíos abandonaron España y se trasladaron, por ejemplo, a países musulmanes del norte de África, el elemento cristiano, la memoria cristiana, permaneció en su identidad a pesar de la ausencia del cristianismo en su entorno inmediato. De manera similar, los judíos que se mudaron a tierras cristianas como Italia, el sur de Francia o incluso Holanda, conservaron un susurro de la cultura árabe y el Islam en sus identidades incluso cuando no había musulmanes ni árabes en los alrededores.

Se podría decir que la cualidad especial que se conserva en la identidad sefardí es su capacidad para incluir al Otro incluso cuando éste ha desaparecido y ha quedado olvidado. La conciencia del Otro se convirtió en un elemento estructural que enriqueció y fertilizó la identidad sefardí, incluso cuando la realidad del Otro se volvió nebulosa y finalmente se desvaneció por completo. Este elemento interno se convirtió en una especie de gen cultural, fortaleciendo la capacidad de tolerancia y pluralismo de sus portadores. La melancolía o la nostalgia por el Otro desaparecido se transmitió de generación en generación, durante cientos de años después de la expulsión. Este estado de ánimo triste y nostálgico impregna las canciones populares en ladino, el idioma cuya misma existencia alimentó la identidad sefardí, incluso cuando los idiomas que hablaban los judíos sefardíes en varios países eran idiomas completamente diferentes.

La existencia subconsciente del Otro ausente en la identidad sefardí, ya sea la del musulmán como compañero de exilio, o la de los judíos y musulmanes conversos forzados que se quedaron en España, hizo que el judío sefardí fuera más fuerte de corazón, pero también más tolerante. Una cosa puede decirse con certeza: los fanáticos religiosos son difíciles de encontrar entre los judíos sefardíes. Tal fanatismo se desarrolló entre los judíos europeos asquenazíes, que tuvieron que luchar contra las animosidades cristianas doctrinales, tanto católicas como protestantes, y también contra la secularización judía, que se convirtió en una amenaza en el período moderno. Tal secularización ideológica, en general, no fue un factor en las sociedades sefardíes tradicionales.

Lo que me lleva al Mediterráneo. A los israelíes se nos pide continuamente que respondamos a la pregunta: ¿cuál es su país, uno oriental u occidental? El argumento básico de los árabes contra Israel, además de las disputas territoriales, tiene que ver con la identidad del estado judío. “En esencia, ustedes son extraños en la región”, es su acusación contra nosotros. Vinieron aquí como los cruzados en su día, enviados por los imperialistas occidentales para arruinarnos la vida y tomar el control de nuestra identidad. En general, no vinieron aquí por amor a lo que llaman “la antigua patria”, sino solo porque fuieron expulsado de Europa. Siguen volcando los rostros hacia occidente, hacia Europa y Estados Unidos, que son los verdaderos modelos de su identidad, por lo que nunca encajarán en Oriente Medio. Ustedes son extranjeros, y seguirán siendo extranjeros hasta que los echen o se cansen de este lugar y se vayan por su propia voluntad, y sean nuevamente esparcidos por todo el mundo, tal como lo fueron durante los últimos dos mil años.

La respuesta a estas acusaciones, que a veces contienen una pizca de verdad, es la afirmación de la identidad mediterránea, que es la identidad adecuada y correcta no solo para Israel, sino para toda la región. Esta identidad se opone a la aplanadora de la globalización al estilo estadounidense (y, muy pronto, al estilo chino), cuyos defectos y fracasos económicos vemos en este mismo momento.

Israel no es un estado europeo occidental, ni de Oriente Medio, sino un ejemplo puro de estado mediterráneo. Ciertamente, esto es así desde una perspectiva geográfica: la distancia entre Israel y Chipre o Grecia es menor que la distancia a Irak o Yemen. Los verdaderos vecinos de Israel son Egipto, Líbano, Siria y Turquía, Grecia y el sur de Italia, el norte de África y España, que protege la entrada occidental al mar Mediterráneo. Aquí está el corazón de su identidad; aquí, en la cuna de las grandes civilizaciones, griega y romana, judía, cristiana y musulmana, Israel es miembro de pleno derecho. De hecho, la mitad de la población del Estado de Israel está compuesta por judíos que vinieron de países mediterráneos.

¿Cuáles son las características de la identidad mediterránea? En primer lugar, dado que el Mar Mediterráneo es un círculo cerrado, incorpora en un solo grupo a todos los países y pueblos que viven en sus orillas. Como mar interior, es bastante homogéneo, ya que sus golfos y costas son bastante similares. Y por tanto, a pesar del pluralismo cultural, las diferencias étnicas, religiosas e históricas entre los pueblos que aquí habitan, existe una matriz geográfica unificadora. El viajero de Beirut, o Antalya en Turquía, las playas de Grecia o Sicilia no sentirá una gran diferencia, a pesar de las grandes disimilitudes religiosas, etnicas e históricas entre las poblaciones. A pesar del enorme contraste, por ejemplo, entre la civilización religiosa judía y la pagana de Grecia y Roma, comparten un paisaje físico unificador.

La arqueología también forma parte del marco mediterráneo. Los vestigios de la antigua Roma se pueden encontrar en el Líbano, Israel, Italia, Turquía y Túnez. Hacen que el ciudadano del Mediterráneo se sienta como en casa en muchos países diferentes.

El pluralismo al estilo mediterráneo, enraizado en una unidad real y no artificial, no se encuentra en muchas otras regiones del mundo. Seguramente, podemos hablar por tanto de una identidad mediterránea, uno de cuyos componentes unificadores es el judío sefardí, que lleva en su alma al Otro desaparecido, el cristiano y el musulmán. Este es su papel, su misión. No sólo canciones de amor ladinas o comidas folclóricas o melodías sefardíes y modos de oración en la sinagoga, sino una misión política y cultural. Una misión de paz y tolerancia, dirigida ante todo a los árabes del Mediterráneo, una misión con la que probablemente también se identifiquen los israelíes que no son sefardíes. Aquí de nuevo vuelvo al maravilloso libro de Antonio Muñoz Molina, en el que el nombre de Sefarad significa no sólo raíces, sino una opción de identidad para los pueblos del Mediterráneo.

Leave a comment