Aurora austral (propio)

“The past is never dead. It’s not even past.”
Requiem for a Nun, William Faulkner

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Todo volvió a suceder en su cabeza con los resplandores del fuego antiaéreo. Al principio en un remolino de imágenes caóticas, enseguida casi en el mismo orden en el que habían sucedido, cinco años atrás.

El camión verde con toldo de lona seguido de dos autos civiles llegó con puntualidad naval hasta donde lo aguardaba el transporte con el motor en marcha, las operaciones se planeaban con cuidado y se cumplían hasta en sus mínimos detalles. Las luces de los vehículos eran casi toda la iluminación en ese apartado solitario del aeroparque de Buenos Aires, a unos doscientos metros de la cabecera de la pista.

Al presentarse, el Capitán de Navío señaló que estaba allí en calidad de invitado.

En circunstancias especiales se ocupaba él mismo de supervisar la carga pero esa vez esperaba no tener que hacerlo, si incluían mujeres quería evitar saberlo. Le fue imposible, el grupo que hacía el “traslado”, el oficial a cargo, los tres suboficiales, incluso el médico, tuvieron que esforzarse para subirlos a bordo. Al menos no debió ayudarlos. En algunos casos el somnífero había resultado demasiado fuerte y había que arrastrarlos. Al resto, suficiente aletargados, bastó con empujarlos, casi todos estaban cubiertos de vómito. Entre la veintena de encapuchados reconoció dos o tres mujeres, la tercera bien podía ser sólo alguien muy joven. Los acomodaron en el espacio de carga del fuselaje.

El Capitán de Navío y el personal de traslado ocuparon los asientos que no habían sido retirados.

El Lockheed L-188PF Electra sin identificación dejó el sector militar en el extremo sur de la estación y cuando recibió autorización del controlador despegó sin dificultad, estaba acondicionado para el traslado de personal y pertrechos, y en este caso no llenaba su capacidad. Además, la mitad de su carga humana estaba por debajo de su peso, la gravedad de la asignación no estaba en eso. Sabía de antemano que le llegaría su turno como a todos, para entonces un tercio de los pilotos de la EA51 ya había cumplido el suyo, aunque pocos hablaran de ello. Así es que cuando recibió la asignación de vuelo directamente del COOP para el miércoles a 2130 no pudo sorprenderse. Como otros en su escuadrilla había volado en misiones consideradas de “alto grado de reserva”, casi siempre a bases militares con fines no declarados, aunque las planillas de vuelo dijesen “patrullaje” o “instrucción”, o consignaran otras falsedades. La Escuadrilla Aeronaval de Sostén Logístico Móvil dependía de la Escuadra Naval Número 5 y tenía base en Ezeiza, si por entonces recibías órdenes directas del COOP, el Comando de Operaciones Navales, máxima autoridad de guerra, y no del COAN, Comando de Aviación Naval de la Armada, sabías que serían “tareas fuera de rutina”. Normalmente disfrutaba las operaciones nocturnas -volar iluminado sólo por la luz de los instrumentos y con el único sonido de las cuatro turbohélices-, no esta vez. Después de poner rumbo a la Base Aeronaval, desde donde había cumplido decenas de vuelos de vigilancia y control de tráfico marítimo, repasó rutinariamente qué podría interferir o alterar el curso previsto. Nada que pudiera calcularse.

Punta Indio está a menos de treinta minutos de vuelo, lo suficiente para que el médico aplicara una segunda dosis de tranquilizante. 

A la altura de Samborombón las aguas se abren en abanico.

-Listos- avisó uno de los suboficiales.

El Electra se adentró en la profundidad del Atlántico, fuera del alcance del radar de Mar del Plata. Cerca del límite de las doscientas millas descendió, el mar se veía oscuro y con grandes olas, redujo la velocidad y tras apagar el motor número tres despresurizó la cabina para permitir la apertura del portalón de popa, la tripulación estaba entrenada en el procedimiento de descarga en vuelo, aunque el reglamento lo considerase para un propósito diferente. Minutos después en el panel vió encenderse la luz de advertencia de la entrada de carga de estribor trasera, siguió mirándola hasta que una eternidad después volvió a apagarse.

A su espalda, desde la puerta de la cabina el mecánico confirmó la marcha del procedimiento.

Reinició el motor silenciado y comunicó por radio el regreso. Tras ganar altura alabeó al Electra hasta completar el giro. Durante la maniobra envolvió a la cabina una luminiscencia como la de una aurora austral, imposible a tanta distancia del polo. Al copiloto debió sorprenderle tanto como a él:

-Cada vez son más- dijo, atribuyendo el fenómeno fugaz a los barcos que faenaban ilegalmente dentro de los límites del mar Argentino.

Pero él había volado una decena de veces sobre los caladeros y sabía que no podían ser tantos como para iluminar el horizonte.

Desde entonces recordó una y otra vez aquel brillo nocturno sin explicación, la última, mientras cruzaba el estrecho hacia Darwin, a través del haz de fuego antiaéreo de la fragata inglesa. Segundos antes de que lo cegara el destello.

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